FB - Lo que el Venado debe a la Golondrina [Alana Caron]

Los gallos aún no se habían levantado cuando Robert ya estaba listo para los ejercicios diarios. Sería el primero como siempre. Aquello le robó una sonrisa. La diligencia no era su fuerte y pero aquel nuevo día quería dar una buena impresión, tendría que cuidar del mozo de cuadras que su padre había puesto bajo su cuidado. Le enseñaría lo que era disciplina, empezando por la hora de comienzo.

Tras lavarse la cara en un barreño de agua tibia, marchó con paso firme al campo de entrenamiento pasando por los comedores de la guarnición. Era lo de siempre, no había un alma, tan solo los sirvientes preparando la primera comida del día. Recogió algo de alimento, un poco de carne ahumada y bebió un trago de leche de cabra. Cumplimentado su ritual de inicio salió sonriente a la arena. Lo que tardo en adaptar su vista a la tenue luz de la madrugada fue lo que le duro la sonrisa. Era el segundo en llegar. Maldito bastardo, le había ganado en su propio terreno. Mantuvo la calma. La mañana era larga y después de todo, el mozo tan solo había salvado a una doncella. La culpa era de su padre por liar las cosas. Él, Robert Baratheon, lo pondría todo en su lugar, o eso quería.

-¿Has desayunado? –le preguntó con tono hosco, mientras recogía dos espadas de madera. - Vamos, empecemos con la lección. Y por los Siete, no vayas a coger la espada por la punta. -añadió arrojando la espada a sus pies.

Comenzó con unos leves ejercicios de cuello y hombro. Luego ejercitó las muñecas, todo muy despacio y mirando de reojo al mozo con ínfulas. Tendría unos quince días del nombre, era muy tarde para ser escudero. Tendría que ser algo más duro que con Stannis. No había mucho tiempo para hacer algo digno con él. Estudió a su oponente. Era resistente, lo había visto trabajar siempre duro. No podría cansarlo. Y era fuerte. Sus hombros eran parejos a los suyos. Tampoco le vencería por fuerza. Tendría que tirar de la mayor pericia que poseía con la espada. Con un gesto de barbilla le señaló los escudos para que cogiese uno a la par que él hacía lo propio.

-¿Empezamos, mozo? –Le espetó sonriente para enojarlo, un enemigo cegado por la rabia era siempre preferible. Nadie mejor que el jovencito Robert para saberlo. Entonces vio la armoniosa figura de Alana Caron y perdió todo interés por la obligación que le había encomendado su padre. -Alana, ¿a dónde vas? -le preguntó soltando escudo y espada, tras correr hacia ella olvidando al mozo al que quería machacar instantes antes.

Las luces tenues de la mañana traspasaban los vanos de los aposentos de la Señora de las Tormentas como dulces caricias de una joven dama en los cortinajes. El pequeño séquito que la rodeaba ultimaba los detalles de la oscura cascada que recogían con sencillez y habilidad tal y como conocían era del gusto de Lady Cassana. Mandó retirarse a las muchachas ocupada en cartas que debía escribir mas antes de que la pequeña Caron siguiera a sus compañeras siempre a la retaguardia, oyó el reclamo de la mujer entonando su nombre:

—Alana —hizo una breve pausa a la espera de que la joven se acercara a ella y el resto hubiera marchado. Una gentil sonrisa asomó en la definición de sus labios—, que no se te olvide retornarlo a su lugar.

El rostro de la Caron se quedó perplejo prontamente tendiendo al sonrojo en esa rica tez suya que la aproximaba al sur pues había creído ocultar el tomo entre los ropajes con la discreción suficiente, no así debió serlo para las dotes de observación de su señora. Sin embargo, no encontró en ella ninguna señal de reprimenda más allá de un conveniente consejo ya que era bien sabido el recelo que el maestre guardaba en la protección de sus libros y que jamás permitía salieran de la sala sin justificación de peso. La tormenteña aún no había encontrado esa justificación que lo convenciera, pero había logrado, aún a riesgo de perder la recelosa confianza del erudito, ingeniárselas para hacerse con escritos ante los que quedase dormida exhausta de sus lecturas bajo la luz de la lucerna y devolverlo a su lugar de origen antes de que el anciano reparara de su ausencia. Su señora, aunque la joven por entonces no se diera del todo cuenta, guardaba algún tipo de propensión por el carácter de la marqueña.  

Asintiendo con acato y despidiéndose con la cortesía en la que había sido educada, marchó sin entretenerse con el resto de doncellas —algo que acostumbraba a hacer más de la cuenta— y, visto que por el camino estuviera despejado no pudo resistir la tentación de abrir ante ella las páginas del libro y retomar la lectura allí donde la había dejado. Tal fue la inmersión en las gestas que se narraban en las iluminadas páginas que sólo la vuelta del propio nombramiento, esta vez por el primogénito Baratheon, la hizo despejarse de las palabras con desconcierto. Por inercia, llevó el libro al pecho como si así fuera a ocultar su inocente crimen. Se mordió el labio y confesó, cantando como un pajarito:

—A la biblioteca, tengo que devolver el libro… antes de que el maestre Donal descubra que me lo he llevado. —Podía haber omitido lo último pues muy seguramente Robert no repararía en los mismos detalles que su madre, pero salió con voluntad propia, en un susurro y, curiosamente fue liberador. Como se vio incapaz de mirarle a los ojos al reconocerlo, se percató en el mozo de cuadras que portaba escudo y espada y que los miraba a lo lejos siendo seguramente el más desconcertado de todos. Le sonrió a modo de saludo antes de recobrar la atención en el Venado. —¿Practicando ya tan temprano? No os quiero entretener. —De la mano de la modestia y timidez que hacían de ella en aquél periodo inicial en el que había pasado a ser doncella en Bastión, hizo ademán de retirarse por no entorpecer a los varones.

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