Erase una vez en un puerto de gaviotas (Robert Baratheon) FB

Año 281, Mes VI, Día 27

¿Por qué había tenido que terminar atascado en aquella ciudad? Todo por ese maldito idiota de Pryor. Un primo lejano del Señor de Guijarro, con miedo en los calzones y sin pasta en los bolsillos. Lo había acompañado durante casi dos meses, protegiéndolo de algún que otro peligro que se les había cruzado en el camino, pero mayormente sin atravesar dificultades. Claro que, casi dos meses sin ver una moneda no era lo que estaba buscando Ser Martyn en su profesión. Así que, hacía apenas unos días, una pandilla de maleantes los rodeó a él y a su protegido. Ese fue el momento en el que le exigió su pago, pero como el casi noble no lo tenía, Martyn prefirió retirarse. Tuvo que ensartar a uno de los ladrones, que quiso hacerse el listo, pero a los demás los dejó continuar con el atentado. No volvió a oír sobre el Pryor ese.

Llevaba varias noches durmiendo en una posada de mala muerte, gastándose sus ahorros mientras buscaba un pasaje a Poza de la Doncella. Lo mejor iba a ser regresar a los Ríos, donde siempre había trabajo, aunque fuese como guía. Los ánimos habían quedado caldeados después del Torneo de Harrenhal y eso le venía bien para su trabajo. Probablemente las aguas terminarían apaciguándose, pero podía aprovechar mientras tanto. Repitiendo su rutina de las últimas noches, Ser Martyn acudió a una concurrida taberna para ganar algo de dinero apostando. Era bueno arrojando cuchillos y eso era todo lo que necesitaba en esa clase de lugares. El que acertaba al blanco salía ganador. Solía errar en los primeros intentos, pero después empezaba lo mejor.

Mascando un tallo oscuro de eobbadia, la exótica planta que contrabandeaban desde las Islas del Verano, el tormenteño ingresó en la taberna y se llenó con el sonido de la música, el olor de la cerveza amarga y el sudor de algunas prostitutas. Uno de los recurrentes lo arrastró hacia la diana donde ya había varios interesados en disputarle el récord. Lo primero que apostaron fue una jarra de dorado del Rejo, que ganó únicamente por el placer de refrescarse la garganta con un vino de calidad. Otros dos cayeron a la merced de su puntería y, ya un poco borracho, alzó la voz en derredor.
—¿Acaso no hay ni un solo hombre de verdad por aquí, joder?