Una canción de cuna — Robert Baratheon

Aquella era la que su madre les cantaba cuando eran pequeños o cuando las tormentas eran tan atroces que resquebrajaban las más profundas noches. Era producto de la inercia la que conducía las letras que entonaba la benjamina en la imitación del hechizante tono empleado por su madre en sus recuerdos y permanecían grabadas en su memoria a prueba de fuego, espada y el más temible, el paso del tiempo. La que llevaba a acariciar los cabellos de Lady Elinor ya acartonados después de los días que la habían vuelto a enterrar entre las sábanas y almohadas de la alcoba una vez más. La que llevaba a su madre a tener en boca a su difunto esposo Lord Bandemort con una nostalgia que a veces Alana temía albergara más cantidad de esperanza. Llevaba tanto tiempo dedicándose a cuidar del resto que madre e hija habían terminado por intercambiar sus papeles y ninguna había emitido réplica en sus funciones.

Elinor Swann era una mujer fuerte y resistente, hija de la Tormenta que a pesar de los dolores que acometieran sobre su menudo cuerpo y a cada visita de su hija encontrase más enjuto y descuidado, jamás había escuchado una queja saliendo de entre sus labios. Sucumbió al efecto de las canciones que había pedido le cantase y permaneció dormida cuando la muchacha sigilosa salió de los aposentos dejando atrás el sonido de la lluvia fina que caía en la noche. No fue hasta que traspasó la puerta que recordó el hambre y el cansancio agolpándose sobre ella. Había pasado el día fuera en busca de los materiales de bordado —único entretenimiento que seguía practicando por entonces la viuda de Caron— y otros encargos que le había encomendado para que cuando regresare el atardecer ya cayera por su espalda.

No olvidaba que aquél día Rob llegaba hasta Nocturnia, su propia madre antes de caer rendida le había pedido que se disculpara por ella “a Lord Robert” —cito—, pero igualmente a su vuelta al hogar consideró mejor dejarlo descansar del viaje y someter las ganas de su compañía y del escrutinio por sí misma con ese deje maternal que desprendía. A fin de cuentas, no había podido estar para recibirlo al lado de Bryen. Llegaría el momento y, fruto de las casualidades, no estaba tan lejos como creía. En los últimos peldaños de escalera lo vio cruzar por delante y no escatimó en perder el tiempo a pronunciarse:

—Robert, ¿a dónde vas? —Para entonces la muchacha ponía los brazos en jarras sujetando su cintura con las manos en un cierto porte altanero que no tardó en dejar palpar. —¿Demasiado ocupado para saludar a una doña nadie, quizá? —inquirió para desplegar un poco de su ingenio sobre el Baratheon al asir la ventaja de ser la primera en tomar la palabra a pesar de que, como bien era cierto, ella era la que no había querido importunarle el reposo. La diversión se atisbaba en el brillo de su almendrada mirada, más cuando podía disfrutar, por una vez, de encontrarse a una muy rayana pero sí superior altura del Venado por la diferencia ganada con los escalones.