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'Valar Morghulis'
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'Valar Morghulis'
—¿Por qué me sigues, pequeña? — apenas sus labios se separaron quedando sus pasos clavados en el suelo rocoso por el cuál caminaba. Caía sobre su cuerpo alto una capa de cuero negro que cubría no solo su cabeza, sino también parte de sus labios. Lo único realmente evidente eran esos ojos violetas, intensos como las amatistas, las cuales a pesar de relucir en incontable belleza, transmitían oscuridad y amargura. Su portador podía sonreír, pero no había felicidad en esa sonrisa que parecía despegada del mundo de los vivos. Tal como si se tratase de un cruce del destino, esa niña que le había mostrado el camino para llegar a Campoestrella, se negaba a dejar de observarle. De piel trigueña y cabellos cortados torpemente con el filo de un cuchillo, parecía embelesada ante ese particular extranjero.
—¿Eres miembro de la familia Dayne? — negó respuesta la audaz muchacha, quien caminó más rápido para ponerse a su lado, siguiendo él con la mirada sus movimientos como quien observa danzar un ratoncillo.
—No…— fue la respuesta seca, tajante como una espada.
—Por favor, señor. Si es un Dayne, cómpreme. Puedo hacer lo que desee para usted. Puedo ser su señora secreta. Ya lo he sido de algunas personas, no tengo miedo. — reclamó la niña que no debería tener más de doce años. El hombre le miró y quizás, por primera vez en mucho tiempo dedicó especial atención a alguien que no era cercano. ¿Por qué le recordaba a Rhaenys? ¿Por qué el hecho de recordarle a la pequeña princesa le hacía enfurecer? De no tener sus labios cubiertos por el cuero de sus ropas, ella habría notado como sus éstos vibraban apretando las muelas como si estuviese mordiendo con sus propios dientes la carne de un enemigo. Una pequeña prostituta nacida en desgracia que nunca conocería más que eso.
—¿Por qué deseas semejante cosa?— susurró, viendo hacia abajo dada la diferencia de tamaños. Ella negó con su cabeza, veloz e inocente a pesar de no ser lo segundo.
—Usted es diferente a los demás. Uno de ellos no tiene un ojo y huele a alcohol y sangre. Siempre que me toca, me lastima. Usted es distinto. Le prometo que si me lleva con usted, yo haré lo que desee. Por favor, señor Dayne…—
De nuevo ese nombre. Una estocada directa a su pecho puesto que le traía recuerdos que habría preferido olvidar. Observó alrededor mientras veía pasar solo el polvo de la tierra del puesto de mercaderes que acababa de abandonar. ¿Prostituta? ¿Esclava? Daba lo mismo. Cualquier niña de su edad que ruega a un desconocido con ser llevada lejos definitivamente no era una persona amada por los dioses y con la suerte de su lado.
—Deja de llamarme así. No soy un Dayne — escupió esas palabras como si fuesen veneno. No tenía nada contra los Dayne pero él poseía un apellido que no podía portar. Se giró y continuó caminando sin emitir palabra alguna. La niña, lejos de dejarle en paz, caminaba detrás de él. Ambos se movían en un completo silencio que duró al menos tres horas. A medida que el sol iba cayendo sobre el horizonte, la fortaleza en cuyo campo "las estrellas caían", tal como le llamaba Rhaenys, aparecía ante los ojos de ambos. El extraño de rostro cubierto detuvo su paso y bajó con sus manos llenas de cicatrices y heridas viejas el trozo de cuero que envolvía sus labios. No daba crédito a lo que veía. Después de tanto tiempo, por fin había logrado llegar a ese único sitio donde aún existía alguien que podía llamar amigo. Por lo menos, por el momento.
Sacó de su bolso empolvado una cantimplora de cuero de las que se usaban para guardar agua en los desiertos. Amagó con llevar la misma a sus labios cuando notó que la pequeña niña le observaba. Un trozo de su corazón se apiadó de esos ojos que habían visto demasiado siendo aun tan jóvenes.
—Ven…—su voz fue un susurro grave de su seca garganta mientras posaba una rodilla en la arena debajo de ambos. Con la mano libre limpió apenas el rostro mugriento de esa pequeña cuyos dientes estaban tan cariados que despertarían repulsión a cualquiera — Bebe. Sacía tu sed, pequeña mía... —
No esperó una respuesta. Con suavidad posó la cantimplora de cuero en esos pequeños y agrietados labios. Como si se tratase de vino, la niña bebió hasta saciarse, sin dejar de observar los envolventes e hipnotizantes ojos de aquel desconocido, los cuales brillaban como trozos de piedras vírgenes al sol. Ante aquella sombra que se formaba en sus facciones, talladas por la genética de los antiguos valyrios, la pequeña parecía totalmente entumecida. Sus labios eran ligeramente liberados mientras sus ojos parecían humedecerse ante la visión de aquel ser hermoso, tan distinto a todo lo que acostumbraba ver.
—Valar Morghulis — susurró el hombre finalmente, limpiando con el dedo de su mano libre el líquido que caía de la comisura de los labios de la niña desafortunada, mientras posaba por un instante un beso piadoso en la frente de ella. Con los ojos petrificados, ella trató de contestar pero solo pudo sentir el sabor a sangre en su garganta. Para cuando el extraño se puso de pie, gotas de líquido carmesí cayeron sobre la arena mientras ella perdía el control sobre su propio cuerpo, cayendo seguidamente como un pesado costal de carne, al suelo.
Junto a ella él dejó caer la cantimplora, de la cual salió un extraño líquido que lejos estaba de ser agua. Volvió entonces a cubrir sus labios mientras daba una última mirada a ese cuerpo herido por la vida, ahora no distinto a cualquier cadaver que prontamente devorarían los buitres. Entrecerró los ojos y observó el cielo. Si deseaba llegar a Campoestrella antes del anochecer, debía apresurar sus pasos.
—¿Eres miembro de la familia Dayne? — negó respuesta la audaz muchacha, quien caminó más rápido para ponerse a su lado, siguiendo él con la mirada sus movimientos como quien observa danzar un ratoncillo.
—No…— fue la respuesta seca, tajante como una espada.
—Por favor, señor. Si es un Dayne, cómpreme. Puedo hacer lo que desee para usted. Puedo ser su señora secreta. Ya lo he sido de algunas personas, no tengo miedo. — reclamó la niña que no debería tener más de doce años. El hombre le miró y quizás, por primera vez en mucho tiempo dedicó especial atención a alguien que no era cercano. ¿Por qué le recordaba a Rhaenys? ¿Por qué el hecho de recordarle a la pequeña princesa le hacía enfurecer? De no tener sus labios cubiertos por el cuero de sus ropas, ella habría notado como sus éstos vibraban apretando las muelas como si estuviese mordiendo con sus propios dientes la carne de un enemigo. Una pequeña prostituta nacida en desgracia que nunca conocería más que eso.
—¿Por qué deseas semejante cosa?— susurró, viendo hacia abajo dada la diferencia de tamaños. Ella negó con su cabeza, veloz e inocente a pesar de no ser lo segundo.
—Usted es diferente a los demás. Uno de ellos no tiene un ojo y huele a alcohol y sangre. Siempre que me toca, me lastima. Usted es distinto. Le prometo que si me lleva con usted, yo haré lo que desee. Por favor, señor Dayne…—
De nuevo ese nombre. Una estocada directa a su pecho puesto que le traía recuerdos que habría preferido olvidar. Observó alrededor mientras veía pasar solo el polvo de la tierra del puesto de mercaderes que acababa de abandonar. ¿Prostituta? ¿Esclava? Daba lo mismo. Cualquier niña de su edad que ruega a un desconocido con ser llevada lejos definitivamente no era una persona amada por los dioses y con la suerte de su lado.
—Deja de llamarme así. No soy un Dayne — escupió esas palabras como si fuesen veneno. No tenía nada contra los Dayne pero él poseía un apellido que no podía portar. Se giró y continuó caminando sin emitir palabra alguna. La niña, lejos de dejarle en paz, caminaba detrás de él. Ambos se movían en un completo silencio que duró al menos tres horas. A medida que el sol iba cayendo sobre el horizonte, la fortaleza en cuyo campo "las estrellas caían", tal como le llamaba Rhaenys, aparecía ante los ojos de ambos. El extraño de rostro cubierto detuvo su paso y bajó con sus manos llenas de cicatrices y heridas viejas el trozo de cuero que envolvía sus labios. No daba crédito a lo que veía. Después de tanto tiempo, por fin había logrado llegar a ese único sitio donde aún existía alguien que podía llamar amigo. Por lo menos, por el momento.
Sacó de su bolso empolvado una cantimplora de cuero de las que se usaban para guardar agua en los desiertos. Amagó con llevar la misma a sus labios cuando notó que la pequeña niña le observaba. Un trozo de su corazón se apiadó de esos ojos que habían visto demasiado siendo aun tan jóvenes.
—Ven…—su voz fue un susurro grave de su seca garganta mientras posaba una rodilla en la arena debajo de ambos. Con la mano libre limpió apenas el rostro mugriento de esa pequeña cuyos dientes estaban tan cariados que despertarían repulsión a cualquiera — Bebe. Sacía tu sed, pequeña mía... —
No esperó una respuesta. Con suavidad posó la cantimplora de cuero en esos pequeños y agrietados labios. Como si se tratase de vino, la niña bebió hasta saciarse, sin dejar de observar los envolventes e hipnotizantes ojos de aquel desconocido, los cuales brillaban como trozos de piedras vírgenes al sol. Ante aquella sombra que se formaba en sus facciones, talladas por la genética de los antiguos valyrios, la pequeña parecía totalmente entumecida. Sus labios eran ligeramente liberados mientras sus ojos parecían humedecerse ante la visión de aquel ser hermoso, tan distinto a todo lo que acostumbraba ver.
—Valar Morghulis — susurró el hombre finalmente, limpiando con el dedo de su mano libre el líquido que caía de la comisura de los labios de la niña desafortunada, mientras posaba por un instante un beso piadoso en la frente de ella. Con los ojos petrificados, ella trató de contestar pero solo pudo sentir el sabor a sangre en su garganta. Para cuando el extraño se puso de pie, gotas de líquido carmesí cayeron sobre la arena mientras ella perdía el control sobre su propio cuerpo, cayendo seguidamente como un pesado costal de carne, al suelo.
Junto a ella él dejó caer la cantimplora, de la cual salió un extraño líquido que lejos estaba de ser agua. Volvió entonces a cubrir sus labios mientras daba una última mirada a ese cuerpo herido por la vida, ahora no distinto a cualquier cadaver que prontamente devorarían los buitres. Entrecerró los ojos y observó el cielo. Si deseaba llegar a Campoestrella antes del anochecer, debía apresurar sus pasos.
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