Unforgettable - Daerys

Unforgettable

Daerys acostumbraba a visitar las calles de Marcaderiva todas las semanas, o al menos solía hacerlo cuando lord Velaryon estaba aún vivo, puesto que este se sentía orgulloso de su gente y no tenía ningún tapujo a la hora de mezclarse con ella. Y la Celtigar lo acompañaba.

En aquella ocasión solo sus guardias la seguían. No se había bajado de su fortaleza para dar un paseo, sino para que las lenguas próximamente no hablaran de una lady ausente, acostumbrados a la presencia del Señor de las Mareas no solo en Marcaderiva, sino también en sus barcos. Pero Daerys no sabía dirigir un barco, ni tampoco a sus hombres, y carecía además de la labia y el entusiasmo con el que Monfort pronunciaba sus discursos para animarlos cada vez que debían zarpar. Sin embargo, hacía todo aquello que estaba en su mano. No solo atendía a las responsabilidades de su casa y de sus hijos, se preocupaba por los ciudadanos de la isla. Los recibía, los escuchaba y actuaba según lo que creía justo.

"Sé que esto no curará el dolor, pero será suficiente para emprender una nueva vida y cuidar de tu familia" le había dicho al joven, quien a órdenes de la Velaryon hubo perdido a su padre. Ahora él, su madre y su hermana no tenían a nadie. Daerys le hizo entrega del vino que había sido traído desde la ciudad de Volantis. Si era lo suficientemente astuto como para no derrocharlo en su garganta para ahogar la tragedia, podía comerciar con él.

La valyria volvía a recorrer sus pasos, mezclándose entre el gentío antes de llegar a donde los caballos esperaban -Daerys se solía rehusar a meterse en un carromato si no se trataba de un viaje largo-. Iba esquivando a la gente, con sus típicos pasos elegantes pero rápidos, y sin embargo, no fue lo suficientemente veloz como para ver venir aquel golpe que la pilló completamente desprevenida. Sintió como si la hubiese arrollado un caballo, siendo más doloroso el impacto que el golpe contra el suelo. Escuchó el sonido de la armadura de uno de sus hombres alejarse, seguramente en busca del causante, y luego empezó a levantarse llena de ira. Lo estoy, gracias, se disponía a responder de mala gana a aquella voz masculina un segundo antes de elevar la mirada hacia el hombre, pero cuando su vista se posó en él aceptó en silencio su ayuda.

Fueron dos... no, tres segundos antes de que aquellos ojos azules evocaran el recuerdo de uno de los muchos rostros que acostumbraba a ver durante su estadía en la fortaleza de los Targaryen, y entonces, como un relámpago, un nombre golpeó su memoria. Redwyne.

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Clavó los ojos en él, y se detuvo a examinarlo descaradamente cuando advirtió que este, aunque tal vez de forma más discreta, también lo hacía. Sí, definitivamente el hombre que se encontraba frente a ella era el hermano de la difunta Reina de las Espinas, uno de los muchísimos rostros que la joven Celtigar acostumbraba a ver en Desembarco cuando aún se paseaba por la fortaleza de los dragones como doncella de Rhaella. Sabía que estaba en el Consejo, recordaba de sobra el lugar que ocupaba en este. Era el Consejero Naval. Monfort se encargaba de recordarlo constantemente: Un Redwyne. Los Velaryon hemos sido vasallos de los Targaryen desde que los dragones llegaron a Poniente, hemos unido nuestras familias a través del matrimonio, y les hemos sido leales desde entonces. Pero el Rey Loco prefiere sentar antes a un Redwyne. Daerys nunca había comentado nada al respecto, porque las constantes quejas de su marido la hastiaban en demasía.

El repentino movimiento del dominiense la sacó de sus pensamientos tan pronto que apenas le dio tiempo a reaccionar. Cuando el hombre ya le había dado la espalda para marcharse luego de su fugaz despedida, la joven dirigió una mirada al guardia que aún permanecía con ella y al instante este se interpuso en su huida.
—No sois de por aquí, ¿cierto? —Exclamó, sin dirigirle la mirada, cuando pasó a su lado. Esperaba que la siguiese, porque era la única dirección que iba tomar—. Acompañadme. ¿Qué clase de anfitriona sería si no atiendo a mis invitados?

¿Qué clase de lady invitaba a su fortaleza a un extraño que carecía de título? No había sido la excusa más ingeniosa, era perfectamente consciente de ello, pero tampoco le preocupaba. Sabía que el Redwyne la había reconocido, era obvio. La única razón por la que no lo había mandado capturar era porque no deseaba llamar la atención y que se corriera la voz de allí a Desembarco. Estaba siendo discreta, pero si el joven se negaba entonces no le dejaría otra opción.

Era un buen momento para comprobar si el hombre que tenía ante ella carecía de astucia o no. Normalmente a un lord le costaba asentir y mantener la boca cerrada, pero igual este había pasado el tiempo suficiente entre las clases más bajas como aprender a hacerlo.

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Del otro lado del Mar Angosto. Aquella era la excusa perfecta que necesitaba.
—Me encantará escuchar las historias que tenéis que contar, entonces —Dijo con una amplia sonrisa, que si bien el Redwyne tomaría por falsa, se había escapado de los labios de la valyria de forma sincera al oír la disparatada mentira. O no tan disparatada. No había escuchado el nombre de Ben Redwyne desde lo sucedido con los Tyrell, tal vez en ese tiempo hubiera visitado el otro continente. O tal vez simplemente había estado malgastando su tiempo paseándose por Poniente oliendo a mierda; más probable lo segundo, para decepción de Daerys.

Ignoró sus falsas palabras de cortesía y no volvió a abrir la boca durante el camino hasta Marea Alta. Tras unos minutos a pie, en las lindes de la ciudad la esperaba un grupo de guardias que los acompañarían de regreso al hogar de los Velaryon. Ordenó que le proporcionasen un caballo al extranjero para hacer el viaje más corto, hasta que tras un rato de caminata a lo alto de la colina ya podía divisarse la fortaleza. Las puertas empezaron a abrirse al anunciar la llegada de Lady Velaryon.

Ordenó que condujeran al dominiense al Gran Salón, y que una vez allí le sirvieran el vino que acababa de llegar de la ciudad de Volantis. Mientras, hizo un desvío para asegurarse de que todo estaba en orden, y para ver a sus hijos, especialmente a Aer, cuya salud en los últimos días le preocupaba. No obstante, no quiso ausentarse mucho, por lo que pronto volvía a plantarse ante el Redwyne.

Entró en la gran sala, casi vacía de no ser por la presencia de los guardias y su invitado, y observó satisfecha que se habían seguido las indicaciones que había dado apenas llegó. Se dirigió hacia la gran mesa que ocupaba el centro del salón y se apoyó en esta, sin llegar a sentarse. Observó al dominiense con una sonrisa, esta vez sí dispuesta a hablar.
—¿Y bien? Contadme vuestra historia —dijo impaciente, con aquel característico brillo en sus ojos alimentado por la curiosidad. Estaba ansiosa por saber qué cuento se inventaría.